Siempre supe el riesgo. Siempre.
Satélite Lota. Centro Penitenciario.
Irrumpe una luz: rojo fosforescente como las tres lunas de Omtar.
Dos androides militares R-70 me conducen por un largo pasillo blanco. Conforme avanzamos me detienen, pulsan un botón, surge paredes transparentes que nos encierran en una cámara, luego estallan una poderosa luz que va cambiando de color.
Ahora es un azul metálico como los lagos gaseosos de Sot.
Es la fase preparatoria de la ejecución. Los androides me encaminan a la sala donde me infligirán la máxima penitencia.
Amarillo volcánico como el sereno mar de Tupgor.
Soy un espía profesional. A ningún sistema pertenezco. Tampoco existe un planeta al que quiera llamar mi hogar. Soy un espía y también soy un mercenario.
Verde neón como los relámpagos de las espléndidas tormentas de Ugzala.
¿Por qué lo hice? ¿Cómo fue que me convertí en lo que soy? Eso no importa ya, sólo trato de distraer la idea de mi horrible porvenir.
«Han imaginado la más fina tortura: la Transferencia», me informó un viejo piloto.
Violeta ígneo como los amaneceres de Otaz.
«Te recluyen en la conciencia de otro ser de la galaxia, en un carácter opuesto. No hay peor cárcel».
Durante el juicio conservé la calma. Pero ya no. Intento zafarme de los androides. Es inútil, lo sé, pero lo intento. Estamos ante una puerta. Un letrero dice:
Transferencia Z-001
Destino
Planeta Tierra
1958
Ciudad de México
Persona:
Ángel Gutiérrez
(alias Gutierritos)
Empleado de oficina
Nota
La primera versión de este cuento la escribí, si mal no recuerdo en 1969, cuando tenía trece años; pero no me satisfizo el final.
Durante años redacté diversas versiones del texto sin que fueran de mi satisfacción. Hasta que a principios de este siglo me vino la solución y pude concluirlo.
Durante la presentación de la novena edición de la revista de Margarita y Ricardo narré esta anécdota antes de leer el cuento. Al finalizar el evento una querida amiga se acercó y me dijo:
–¡Ay, Rubén! Desde tan chiquito ya estabas fumando esa hierba...
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